sábado, octubre 15, 2005

Serenidad



Los últimos acontecimientos del planeta nos han remecido. Estamos ante tiempos difíciles, que duda cabe. Sentimos que el viejo mundo, que navegaba más o menos seguro, está siendo zamarreado por tempestades y avanza con rumbo incierto. Nuestro pequeño país, parte diminuta de este gran barco que es la humanidad, si bien parece más tranquilo, no es ajeno a estos grandes movimientos que nos desestabilizan.

Se ha dicho mucho sobre las consecuencias políticas, económicas, religiosas de este nuevo panorama mundial. Sin embargo, se ha dicho muy poco acerca de la actitud adecuada que debemos tener frente a este nuevo escenario. Quisiera aportar en este punto, reflexionando brevemente sobre una vieja palabra que ya usaban los místicos medievales y que la retomó en nuestro siglo el filósofo alemán Martín Heidegger. Se trata de la serenidad.

Heidegger invitó a la serenidad frente a la desazón que causaba un mundo técnico que parecía irse de nuestros manos. Pues bien, hoy es necesaria la serenidad frente a la inquietud y angustia que nos produce un mundo globalizado que parece caminar sin control y rumbo, volviéndose en su contra sus logros más destacados.

Pero, ¿en qué consiste la serenidad? La serenidad es una actitud del espíritu que nos permite mirar la vida y los acontecimientos con atención pero sin dejarnos angustiar ni arrastrar por los problemas. No es la actitud del estoico que ya nada le preocupa, pues el sereno está siempre dispuesto a colaborar y sabe que la historia cuenta con su aporte. Tampoco es la actitud del activista ansioso que cree que el mundo está en sus manos. Más bien se trata del que comprometido con la historia y sus transformaciones, es capaz de mirar un poco más allá.

Por eso, la serenidad no se logra sin una confianza radical en que no estamos solos en nuestra tarea, sino que hay eficaces fuerzas que de un modo misterioso pero perceptible sostienen nuestro mundo. Esa confianza no es otra cosa que Fe, no necesariamente en un credo particular. Fe en la vida, en la historia, en el hombre. Fe, como la de Pedro, que un comienzo vacilante logra finalmente caminar confiado por las aguas tormentosas.

No estoy proponiendo un optimismo simple que cierre los ojos a la desgracia. Sino una mirada amplia que vaya más allá de las dificultades del presente. Termino con una famosa oración de Santa Teresa de Avila que recoge bien el espíritu que anima a la serenidad:

Nada te turbe: nada te espante. Todo se pasa. Dios no se muda. La paciencia todo lo alcanza. Quien a Dios tiene nada le falta. Sólo Dios basta.

Hay cosas que no tienen precio

Escuché a un profesor de economía una definición de corrupción muy acertada: darle un precio a aquello que no lo tiene. Es cierto, hay corrupción cuando alguien vende un fallo judicial (que no debiera tener un precio), cuando alguien vende una concesión administrativa (que debiera sujetarse a normas técnicas), cuando alguien pagando se saca un parte, una multa o obtiene alguna prerrogativa que de no mediar sus artificios no conseguiría.

Hay cosas que no tienen precio, como la justicia, la honestidad, la fidelidad, la lealtad, la dignidad. El venderlas o comprarlas es corromperse. Pero qué cuesta comprender esto en una sociedad donde estamos acostumbrados a asignarles a todo un precio y nos olvidamos que hay cosas que son valiosas en sí mismas.

La conocida película “Una Propuesta Indecente”, muestra bien este fenómeno, donde una pareja está dispuesta a perder lo más sagrado por dinero. Desgraciadamente, si preguntáramos entre nosotros, probablemente muchas de nuestras convicciones cederían ante una jugosa suma.

Conocida es la frase “hay cosas que el dinero no compra”. Parece que hoy creemos que el dinero lo compra todo, sólo depende de la cantidad. Mientras sigamos convencidos de eso, efectivamente lo más sagrado, como la honestidad y la fe pública, se venderán al mejor postor.

Hay cosas que no tienen precio, insisto. Para luchar contra la corrupción tenemos que recordarlo muchas veces y reencantarnos con aquellas cosas que no se compran en la bolsa de valores ni en oscuras esquinas, sino que se aprenden a valorar día a día y se consiguen con esfuerzo y esmero o como un don de lo alto.

La ansiedad



Cada época tiene sus males y sus rasgos propios. Uno de las características más propias de nuestro tiempo es la ansiedad. Podemos decir que vivimos en una cultura de la ansiedad.

¿Qué es la ansiedad? Es una inquietud que se aloja en el corazón, como una maleza rebelde que nos hace huir de nosotros mismos y buscar dispersarnos y buscar la evasión a cualquier precio, ya sea sutilmente en la televisión, el consumo, la diversión o más groseramente en el erotismo, las drogas, el vértigo.

Se trata de una gran paradoja y contradicción: somos incapaces de estar con nosotros mismos, huimos de nuestro propio ser, escapamos de nuestra sombra... como eternos fugitivos.

¿Cuál es la raíz de la ansiedad? La ansiedad se produce ante todo en un corazón y en una existencia que ha perdido su centro y vaga sin rumbo tratando de tapar el vacío que se aloja en la vida. Más allá de las complicaciones patológicas y psiquiátricas, parece que sólo nos cura de la ansiedad el hallar nuestro núcleo, nuestra raíz... Para eso, nos puede ayudar esta hermosa poesía de San Agustín:


Tarde os amé, Dios mío, hermosura tan antigua y tan nueva;
tarde os amé.
Vos estabais dentro de mi alma,
y yo distraído fuera,
y allí mismo os buscaba;
y perdiendo la hermosura de mi alma me dejaba llevar
de estas hermosas criaturas exteriores que Vos habéis creado.
(...) Pero Vos me llamasteis y disteis
tales voces a mi alma,
que cedió a vuestras voces mi sordera.
(...) Brilló tanto vuestra luz,
fue tan grande vuestro resplandor, que ahuyentó mi ceguera.
Hicisteis que llegase hasta mi vuestra fragancia;
tomé aliento y respiré con ella;
ahora suspiro y anhelo ya por Vos.

El hombre es un animal poético


Durante siglos se nos dijo que el hombre era un animal racional. A partir del siglo XIX y con más fuerza durante el siglo XX hemos descubierto que también somos seres emocionales. De ahí surge toda una reflexión sobre la importancia de los sentimientos y de las emociones que ha sido muy fecunda en la psicología, en la filosofía e incluso en la biología.
Hay una tercera dimensión que quizás no ha sido suficientemente reflexionada. El hombre junto con ser racional y emocional es un ser poético. Parafraseando la vieja frase diríamos un animal poético. Qué significa esto. Significa que las cosas que nos rodean no nos impactan, no nos impresionan como lo hace un ratón a un científico en su laboratorio o como un cerro impresiona a un geógrafo que tiene que medir y hacer cartografías.

Lejos de eso, todas las cosas se nos dan con un significado. La casa en la que nacimos no es, por ejemplo, sólo un DFL2 con ciertas características arquitectónicas ubicada en la intersección de tales calles. Lejos de eso y primariamente, es nuestra casa, la casa de nuestros padres, un rincón preñado de recuerdos y evocaciones que nos emocionan.

Nuestro país no es sólo una unidad política y geográfica... es mucho más... es ante todo nuestro país... el que nos vio crecer y al que le debemos en parte importante, para bien o para mal, nuestra forma de ser y pensar.

Por eso, cuando tenemos que describir las vivencias humanas de una forma cercana nos ayuda mucho más la poesía que la ciencia, pues la mirada del poeta recoge con delicadeza esos matices que hacen que cada experiencia sea única y significativa. Sin darnos cuenta miramos y entendemos el mundo como una red compleja de imágenes y significados, como una cadena infinita de versos más o menos coherentes.

Es importante darnos cuenta de esto, cuando en medio de la rutina nos sentimos como parte de un inmenso engranaje. Por eso mismo, para no negar nuestra esencia, nos hace bien que la literatura, el cine, el arte y la finura de quienes miran el mundo con delicadeza, nos contacten con esa mirada poética que tanto tiene que ver con lo que somos y sentimos.

La compasión


La compasión, como muchas viejas virtudes, no está de moda. Huele un poco a antiguo, sabe un poco a paternalismo. No en vano, alguna vez hemos dicho o escuchado decir: por favor, no me tengas compasión. En nuestra sociedad individualista y exitista, no hay espacio para esa actitud del alma, que repara en la necesidad de los demás y se conmueve ante ella.

Sin embargo, la compasión hoy es más necesaria que nunca. En este mundo agitado y competitivo, cada día más masivo, cada día más difícil y amenazado, nos urge contar con más corazones sensibles ante el dolor y la miseria ajena. Son tantos los que quedan a un lado del camino, son tantas las personas solas y tristes, necesitadas y sin esperanza...

Nos cuesta tanto compadecernos. Estamos tan atareados con nuestras preocupaciones, estamos tan concentrados en sobrevivir en medio de esta selva, que creemos que es un lujo reservado para pocos el compadecerse por quien sufre. Sin embargo, cuando sufrimos y lo pasamos más, cómo echamos de menos que una palabra se nos diga o una mano se nos tienda... y pensamos o decimos "si estuvieras en mi lugar..."... me entenderías..., pero una vez que salimos de la aflicción nos dura poco la solidaridad espontánea y de a poco reconstruimos esa coraza que nos separa del mundo y nos vuelve insensibles.

La compasión requiere un constante esfuerzo por quitar las capas del corazón que nos hacen herméticos ante el dolor ajeno. Es una conquista que se consigue con tesón y decisión. Sin compasión, iremos cada día construyendo una sociedad más cerrada y excluyente, donde las divisiones no estarán marcadas tanto por los apellidos o por las razas, sino por el fatalismo de la "mala suerte" que desplaza lejos a quiénes no les ha tocado la fortuna de contar con oportunidades.

Cada día necesitamos, junto a una buena ducha de agua que nos refresca y nos limpia, darnos una buena ducha que nos refresque el alma frente a las necesidades de quienes nos rodean. Ante cada mirada, ante cada rostro que se nos cruza en el camino, intentar preguntarnos, cómo lo estará pasando, qué estará viviendo, qué necesitará. Ante el micrero gruñón, preguntarnos

La importancia de la alegría

Varias décadas atrás, Neruda con su particular originalidad, le componía una "oda a la alegría". Al parecer la tentación de la gravedad, el desencanto y la mirada sombría lo había tocado y sentía como un deber irrefrenable cantar a la alegría. Dice el poeta: "Te desdeñé, alegría. Fui mal aconsejado. La luna me llevó por sus caminos. Los antiguos poetas me prestaron anteojos y junto a cada cosa un nimbo oscuro puse, sobre la flor una corona negra, sobre la boca amada un triste beso".

Neruda sentía que la alegría se le había escapado y que al fin la encontraba. Lo que pasa es que la alegría no es algo que se tenga una vez para siempre. Como todos los bienes del espíritu, la alegría es frágil y huidiza. La tristeza, la melancolía, la desesperanza muchas veces se apoderan de nosotros sin que nos demos cuenta.

Sin dejar de reconocer, que muchas veces la vida nos golpea, sin dejarnos mucho margen, dentro del estrecho camino por donde la vida de la mayoría de nosotros transita, creo que estamos siempre tentados por la tristeza y desafiados por la alegría. Lo quiero destacar aquí, es que además de las cosas que nos determinen, hay algo en el fondo de nuestro corazón que debe decirle sí a la alegría para que ella triunfe en nosotros. La alegría, discreta, delicada no se va ha intrometer en nuestra vida, tenemos que invitarla y hacerle un espacio.

La alegría es un raro don. No es optimismo, no es euforia, es algo mucho más simple y especial. La alegría es algo que acontece en un corazón agradecido y pacificado con la vida. Por eso mismo, más que una conquista, es un fruto y el resultado que corona la acción correcta, la palabra justa, la mirada cariñosa. Cuando sentimos alegría, hay algo misterioso que nos dice "por aquí va el camino"... es la señal de lo alto que nos alienta a continuar la senda que nos lleva a buen destino.

Pero insisto, si bien la alegría no depende completamente de nosotros, tampoco viene a nosotros si no la invitamos y si no le hacemos un espacio. Debemos buscarla, creer en ella y cuidarla cuando al fin nos visite. Obviamente que hay caminos que nos acercan más a ella que otros. Todo lo que aumente en nosotros nuestra capacidad de amar y sentirnos amados, de perdonar y sentirnos perdonados, de aceptar y agradecer, nos acercará a la alegría y ella el día menos pensado irrumpirá en nuestras vidas, como el mejor fruto de primavera que llega sin que lo llamemos, pero sólo a condición que hayamos abonado el terreno y podado el árbol.

Quisiera terminar con las dos últimas estrofas de esta hermosa oda a la alegría:

"Voy a cumplir con todos, porque debo a todos mi alegría. No se sorprenda nadie porque quiero entregar a los hombres los dones de la tierra, porque aprendí luchando que es mi deber terrestre propagar la alegría. Y cumplo mi destino con mi canto."

viernes, octubre 14, 2005

La objetividad, un argumento para obligar

El destacado biólogo chileno, Humberto Maturana en su libro La objetividad, un argumento para obligar, afirma que cuando queremos convencer a alguien presentamos nuestros argumentos como objetivos, pretendiendo que la realidad es universal y que esa realidad nosotros la hemos aprehendido racionalmente. Si el otro persiste en sus argumentos, lo trataremos de ilógico o de absurdo.

Más allá de la discusión de fondo de si existe o no la objetividad, efectivamente solemos tratar de imponer nuestros puntos de vista como si fueran los únicamente válidos. Detrás de eso, siempre hay un deseo de sometimiento de los demás a mis propios cánones y criterios.

La única forma de fundar una convivencia sana y pluralista es reconocer que mis argumentos, por muy convencido que yo esté de ellos, son una aproximación limitada hecha desde mi particular punto de vista y que, por lo mismo, no tengo derecho de descalificar las demás opiniones.

¿Hay verdad? Claro que sí, pero ella no es monopolio de una persona ni de un grupo. La tolerancia consistirá en reconocer el legítimo derecho a plantear los propios puntos de vista y a discrepar.

Verdad y Poder


Hace un tiempo escuché una feliz expresión: las dictaduras del bien. Se refiere a aquellos sistemas que imponen al resto una particular idea sobre lo que es el bien. De alguna forma, todos los totalitarismos pretenden tener el privilegio de la verdadera y la acertada visión de las cosas.

Que Dios nos libre de los iluminados. Generalmente tras los discursos de aquellos que se creen dueños de la verdad, hay un deseo de dominación. Como bien lo vio Nietzsche, la voluntad de poder es muy fuerte en el hombre. Nos gusta sojuzgar e imponernos sobre los demás y muchas veces bajo el argumento de la verdad, escondemos nuestros deseos de superioridad.

Por eso, es tan importante desarrollar el diálogo y la tolerancia, de modo de aplacar todos esos intentos de dominación y así poder construir una sociedad que respete las decisiones y las opiniones de todos.

La democracia, por muy imperfecta que sea, nos libra de todas las aventuras de aquellos que a través de la violencia de las armas o de otras formas más sutiles, como el tener la verdad, quieren imponerse por sobre los demás.

Creación e inventiva


No es lo mismo crear que inventar. Mientras la invención es una mera conjunción imaginativa de elementos, la creación supone una respuesta a una inspiración que hace que algo nuevo y viejo al mismo tiempo surja. Nuevo, pues inaugura un nuevo espacio entre nosotros y viejo pues nos sentimos reconocidos en ese espacio. No cualquier cosa es creación, ella tiene que sujetarse a ciertos cánones y criterios que sólo el artista los conoce y los domina, aunque ni él mismo sea consciente de ellos. Cuando creamos, de alguna manera, somos meros instrumentos de un misterioso mensaje que se plasma en el mundo. Por eso mismo, la personalidad misma es creación en la medida que inaugura una nueva manera de estar en el mundo. Una personalidad no es pura inventiva, pues no basta decir cualquier cosa para tener una personalidad auténtica. Una verdadera personalidad responde a una especie de vocación que plasma en el mundo una forma de ser que reconocemos como valiosa, única y especial. Mientras más una personalidad sea reflejo de aquello que no vemos pero que inspira, más atractiva nos parece. Toda auténtica creación es respuesta, rompimiento y continuidad.

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